Ayer
tuve la suerte de poder hablar con una chica que sabía tocar el
piano. Llevaba trece años en el conservatorio y aunque me hablaba
con términos que en muchas ocasiones yo no llegaba a entender, fue
una conversación maravillosa. Nos conocíamos desde pequeñas, y
siempre se andaba quejando de lo duro y sacrificado que era tocar un
instrumento como el piano. Decía que si quería ir a curso por año,
sus cuatro o cinco horas al día no se las quitaba nadie. Pero lo
amaba, y se notaba en la manera que tenía de expresarse, comentar
determinados compositores, algunas obras concretas que yo conocía o
explicarme la dificultad de los movimientos de los dedos.
Mi curiosidad era
grande, y mi primera pregunta – y la más típica, supongo – fue
cual era su compositor favorito. No vaciló un instante y me
respondió que Mendelssohn.
Se autodefinió romántica y conservadora en el respeto hacia la
armonía de las notas. Me habló de su
sonido contenido y meláncolico, de su pureza y de la enorme
influencia de Bach en la obra de este. “No voy a decir que
Mendelssohn sea mejor que Bach por que sería blasfemar. Bach
es uno de los mayores innovadores de toda la historia de la música,
pero si puedo
afirmar
con rotundidad que Mendelssohn da una vuelta más de tuerca a
ese sonido tan poco escuchado en su época como era el de Bach.
Mendelssohn es su evolución más lógica”. No pude responder.
Conocía a Bach y a Mendelssohn, los había escuchado a ambos, pero
la conversación se dirigía hacia unos derroteros que me quedaban
enormes...
Hablamos
de Mozart y la enorme dificultad de sus partituras, de su rapidez
frente al piano y la belleza de sus resultados. De
Wagner y lo plásticas que resultaban sus composiciones. Coincidía
conmigo al afirmar que sus violines sonaban forzados y al límite, y
que posiblemente Tchaikovsky era el mejor compositor de todos los
tiempos. Decía que el piano de Beethoven era pomposo, y su actitud
pedante y creída. Me
habló de Debussy, de Liszt y Satie.
Le
pregunté por Chopin, y
sonrió. Intuyo que vio mis intenciones en la cara, y antes de hablar
ella me preguntó cual era mi opinión. Y le dije la verdad, que no
tenía ni puñetera idea de música pero que sus nocturnos me
fascinaban, que me llamaba la atención el tiempo que dejaba entre
nota y nota, que prefería sus ritmos lentos a los andantes. Le hablé
de su capacidad para transmitir y lo muchísimo que me sentía
identificada con algunas de sus obras. Me
maravillaba la capacidad que tenía para conjuntar un todo perfecto
a partir de sonidos y acordes disonantes que quedan en
apariencia no pegan y quedan feos. Sus obras me parecían la
contradicción hecha arte cuando intuía que su mano derecha decía
una cosa y la izquierda otra. Me fascinaba ese golpe roto y grave que
rompía una melodía nada armónica. Ella seguía sonriendo. Y
cuando me callé me vi envuelta en un discurso de más de media hora
sobre arpegios, escalas, tonos, medios tonos, si bemoles y dos.
“Tocar a Chopin – decía - es memoria, trabajo y dedicación.
Aprenderse muy bien las dos manos por separado, porque como dices tú,
cada mano va a un ritmo y a un tiempo, son incoherencia
milimetricamente medida. Para no tener ni idea Marina, creo que has
comprendido muy bien a Chopin”.
A
las dos y media de la mañana nos echaron del bar. Quedamos en que
alguna vez tocaría para mi la fantasía interrumpida.
Pépita Pérez
Hubieras disfrutado mucho de la conversación. Cierra los ojos, y déjate llevar por la música.
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