jueves, 19 de septiembre de 2013

Juan Luis Panero.

Ayer o ante ayer murió Juan Luis Panero, poeta. Hijo de poeta, nieto de poeta, y hermano de uno de mis poetas favoritos, Leopoldo María Panero. Esquizofrénico, bisexual, existencialista y maldito, malditisimo - aunque esa palabra no exista -. Sus entrevistas son un jarra de agua fría y su lucidez apabullante.

- ¿Es posible la poesía sin locura?
- La mía, no.
- ¿Y la vida?
- Sin la salsa de la locura, todo es insípido.
- ¿Que reivindica entonces contra la vida?
- Que no se puede vivir.


Leopoldo María Panero no habla, cita. Susurra palabras terroríficas que generan nudos en el estómago, que retuercen e impresionan.


Yo de pequeño, como Einstein, era autista: creía, como Freud, que todo los hombres eran marionetas, y que, como Jesucristo, todos los hombres habían sido hechos para mi mal”


Desgraciadamente, para el imaginario popular la poesía maldita se relaciona con un estilo de vida decadente y la ingesta frecuente de drogas y alcohol. Pero la verdad es que la poesía maldita va más allá de un estilo de vida liberal – por llamarlo de alguna manera - , es la antesala y el mayor condicionante del movimiento simbolista, fuertemente vinculado con el Modernismo de Darío.

Incomprendidos, herméticos y autodestructivos, los poetas malditos incorporan el mal como 
una constante del hombre. El poeta se entrega a los más bajos vicios, superando un oscuro romanticismo para perderse en la infinitud de la modernidad. Prefieren el verso libre, la fealdad estética en la que ellos encuentran la belleza y la perfección formal. El artista se inmola como víctima de un destino que no eligió, asumen su designio divino de un Dios todopoderoso que les condena para después reírse de ello.

Le comentó, sin autocompasión y sin desprecio,
secamente, con voz entrecortada:
«Al final pienso que no sé nada.
No tengo nada que decir, nada».
Si después de tan alto ejemplo, de tan clara sentencia,
aún sigo escribiendo, arañando palabras en el humo,
no es, que la muerte me libre,
por bastardo interés o absurda vanidad,
sino tan sólo por una simple razón,
porque no conozco otro medio, a excepción del suicidio,
-innecesario es un poema como un cadáver-
para dar testimonio de nada a nadie,
del mundo que contemplo, de esta vida,
de su horror gastado y cotidiano.

De
 joven, Leopoldo se siente fascinado por la izquierda radical. Su militancia antifranquista constituirá el primero de sus grandes desastres y le valdrá su primera estancia en prisión. Su formación es humanista, estudia Filosofía y Letras en Madrid y Filología Francesa en Barcelona. De aquellos años datan también sus primeras experiencias con las drogas: desde el alcohol hasta la heroína, a la que dedicaría una impresionante colección de poemas.En los años 70 es ingresado por primera vez en un psiquiátrico. Las repetidas reclusiones no le impiden desarrollar una copiosa producción no sólo como poeta, sino también como traductor, ensayista e incluso narrador. A finales de la década de los 80, cuando por fin su obra alcanza el aplauso de la crítica entendida, se decide a ingresarse permanentemente en el psiquiátrico de Mondragón. Casi diez años después se establece, por propia voluntad, en la Unidad Psiquiátrica de Las Palmas de Gran Canaria, donde todavía vive. 

Su poesía es sincera y autobiográfica: “Como en la novela de Georges Bataille “Ma mere”, hay en mi vida una translocación de los valores. El padre es alcohólico, bestial, fascista y putañero: pero cuando se muere, aparece la madre que hace daño en silencio” para más tarde añadir que “sobre su tumba - que no existe, pues quiso que la incineraran – si existiera pongan: «Aquí yace la asesina de su hijo»” Su estilo, descarnado y profundo. Para el no hay tabús, su lenguaje explora todos los niveles de la vida.


Panero ha muerto tres veces y ha vuelto a la vida otras tantas. Su escritura está marcada por esa frivolidad adolescente que mezcla la tinta con sangre. Presenta la muerte atractiva y revitalizadora, pero no para él.


Se diría que has muerto y eres alguien por fin.


El poeta renace de la angustia y del placer sexual, siendo constante para él el sentimiento autodestructivo y el dolor. Este tipo de sentimientos le ayudan a enaltecerse, en busca de un alejamiento y una fuga continua.


Años y años, voluntarios exilios de seres y países,
los hijos que no quise tener, los que tú sí tuviste,
el temblor del deseo que aún guardas en tu piel,
mi repetido navegar de cama en cama,
se reúnen y afirman su destino
frente a la ceremonia del amanecer.
Y todo lo sabemos y está escrito en tus ojos,
sin embargo hoy, este día con sol, -tan raro en Bogotá-
de finales de julio, de algún año cualquiera,
te propongo mi amor, sé que tú aceptarás,
con palabras usadas, te propongo mentirnos.
Pasada ya la noche, quietos frente al espejo,
mientras yo me afeito y tú pintas tus labios,
te propongo mi amor, decir que nos queremos.
Decir -y son tan sólo ejemplos- «hoy existe la vida por nosotros»
o «tú no te morirás nunca»
o, tal vez, «aún hay noches y noches que esperan
nuestros brazos, ese especial calor de dormir abrazados».
Olvidando, tratando de olvidar nuestro pasado,
ignorando el futuro, sin duda inalcanzable,
con palabras gastadas, decir y repetir
-es otro ejemplo- «gracias mi amor por haber existido».
Al menos por un rato -a nadie molestamos-
con palabras usadas mentirnos y mentirnos,
mentirnos contra el tiempo, despreciar su victoria.

Sus poemas invitan al nihilismo del que agradecemos su incoherencia interna. Sus primeras obras contradicen sus últimos versos, en las que eleva el tono hasta la moralidad bíblica y metafísica, emparentandolo con la poesía arraigada de su padre. La locura le salva y acribilla.
 Es un terrible mal pero, al mismo tiempo, la mayor libertad que puede poseerle. 


Produce cierta melancolía,
una tristeza decadente -literaria sin duda-
como algunas canciones de entreguerras
o páginas perdidas de Drieu La Rochelle,
ver a un hombre solo, apartado y distante,
en la barra de un bar con decorado internacional.
En esa imprecisa edad, tan imprecisa como la luz del ambiente,
en que ya no es joven ni viejo todavía
pero lleva en sus ojos marcada su derrota
cuando con estudiado gesto enciende un cigarrillo.
Las muchas canas y las muchas camas,
un indudable estómago que la camisa inglesa apenas disimula,
el temblor, no demasiado visible, de su mano en un vaso,
son parte del naufragio, resaca de la vida.
Un hombre que espera ¿quién sabe qué?
y aspirando el humo, mira con declarada indiferencia
las botellas enfrente, los rostros que un espejo refleja,
todo con la especial irrealidad de una fotografía.
y es aún, algo más triste, un hondo suspiro reprimido,
ver al fondo del vaso -caleidoscopio mágico-
que ese hombre eres tú irremediablemente.
No queda entonces sino una sonrisa: escéptica y lejana,
-aprendida muy pronto y útil años después-
de un largo trago acabar la bebida,
pagar la cuenta mientras pides un taxi
y decirte adiós con palabras banales.


La locura se equipara al acto poético. Escribir es enloquecer, pues toda escritura está condenada al silencio.


Y te reíste de mí, como mi madre
al ver que yo había nacido de ella. Tan inmenso
era el frío en las ciudades
que algunos sabían que no era locura
ni es, creer que caerán sobre mí…Será mi alma
buen alimento para perros?”
Y contestaste: “no esperes que
ella sirva para otra cosa: fue creada
y pensada lo mismo que tu cuerpo y tus huesos
 para la nutrición de los perros - lo mismo que tu palabra.


Su demencia real o su realidad demencial le corroe y sirve de fetiche para conceptualizar el culto debido a su propio destino. Destino que insistió en perfilar y dirigir y que le ofreció la oportunidad de asumir la locura como una marginación eterna. 


Narciso era mi nombre, y he muerto.
Era un adolescente hermoso, y he muerto.
Y aquí no hay mujeres, sólo vino,
eternidad y alcohol, para que la vida sufra
y el ángel solloze en su caída.


Leopoldo María Panero invitó al fanatismo y supo inscribirse muy pronto en un plano mítico y legendario.

Tú seguirás, eternamente sola y desolada,
girando entre las ruinas, evocando otras voces,
sonriendo a fantasmas con tímida esperanza,
en helados balcones abrazada a tus brazos.
Verás borrar la noche, su temblor inconstante
y otra luz, turbia luz, iluminar tu reino.
Su terquedad cruel descubrirá las ruinas
y la verdad del tiempo detrás de tus pupilas.
Pero tú seguirás sin detenerte nunca,
fantasma ya tú misma en el gris de la sombra,
altiva la cabeza sobre el cuello intocable,
girando para siempre, bailando para siempre,
frente a la sucia realidad de la muerte,
frente a la torpe mezquindad de los hechos.
Tú seguirás, extraño ser, extraño amor,
danzando sola, escuchando impasible
ese vals de derrota, extraña magia,
ese vals de derrota, tu más cierta victoria.


Y mi poema favorito...


Olor de solitario y soledad, cama deshecha,
cegados ceniceros en esta tarde de domingo,
helado soplo de noviembre en el cristal
y un vaso medio lleno de cansancio.
Te escribo por hacer algo más inútil aún
que pensar en silencio o imaginar tu voz,
o escuchar una música herida de recuerdos,
o pedir al teléfono un absurdo milagro.
«Este es el corrido del caballo blanco
que en un día domingo feliz arrancara.»
Este es el corrido pero nadie canta
y un muerto con mi nombre, vestido con mis trajes,
me saluda y observa por los cuartos vacíos,
me mira en la distancia como si fuera un niño
y acaricia en sus dedos un rastro de ternura.
Sobre su frente inmóvil va cayendo tu nombre
y humedece sus labios una lluvia perdida.
Olor de soledad y humo de aniversario
mientras busco, dolorosamente trato de recordar,
tus dos ojos insomnes con su vaho de mendigo,
devorando su luz, ahogando su locura.
Tus dos ojos como picos de presa que se clavan
y rasgan y desgarran la piel de nuestro amor.
Soplo de embriagado recuerdo, agria melancolía
rescoldo que tu lengua aún enciende
en estas horas de strip-tease solitario
en que celebro en tu derrota todas las derrotas.
Un año después y tu pelo, tu largo pelo
ardiendo desbocado entre mis manos,
clavado para siempre en esta almohada,
recorriendo esta casa, sus rincones y puertas,
como un viento insaciable que buscase su fin.
Un año después de ya no verte,
definitivamente talando en tu memoria,
qué real sigues siendo, qué difícil herirte.
La sosegada certidumbre de esta mesa en que escribo
puede tener la pasión estremecida de tu piel
y la ropa que el sillón desordena
puede ahora ocultar el temblor de tus pechos.
Sobre tu sexo abierto y tus muslos de arena,
sobre tus manos ciegas que persiguen la noche,
qué triste es el cuchillo, qué aciaga su hoja.
Un muerto con mi nombre y mis uñas mordidas,
un cadáver grotesco, me dicta estas palabras,
me señala en los cuadros, en la pared manchada,
el destino de hoy, de este día cualquiera,
al borde de mi vida, al borde del invierno,
al borde de otro año que empieza con tu ausencia,
al borde de mis ojos y tu voz que ahora escucho.
Un año después de ya no verte,
mientras te escribo, odiando hasta la tinta,
en esta tarde de noviembre, olor de solitario y soledad,
helado soplo en el cristal vacío. Un muerto.


Pepita Pérez.

Pues eso, un muerto (en femenino). 

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