Ayer
o ante ayer murió Juan Luis Panero, poeta. Hijo de poeta, nieto de
poeta, y hermano de uno de mis poetas favoritos, Leopoldo María
Panero. Esquizofrénico, bisexual, existencialista y maldito,
malditisimo - aunque esa palabra no exista -. Sus entrevistas son un
jarra de agua fría y su lucidez apabullante.
-
¿Es posible la poesía sin locura?
- La mía, no.
- ¿Y la
vida?
- Sin la salsa de la locura, todo es insípido.
- ¿Que
reivindica entonces contra la vida?
- Que no se puede vivir.
Leopoldo
María Panero no habla, cita. Susurra palabras terroríficas que
generan nudos en el estómago, que retuercen e impresionan.
“Yo
de pequeño, como Einstein, era autista: creía, como Freud, que todo
los hombres eran marionetas, y que, como Jesucristo, todos los
hombres habían sido hechos para mi mal”
Desgraciadamente,
para el imaginario popular la poesía maldita se relaciona con un
estilo de vida decadente y la ingesta frecuente de drogas y alcohol.
Pero la verdad es que la poesía maldita va más allá de un estilo
de vida liberal – por llamarlo de alguna manera - , es la antesala
y el mayor condicionante del movimiento simbolista, fuertemente
vinculado con el Modernismo de Darío.
Incomprendidos,
herméticos y autodestructivos, los poetas malditos incorporan el mal
como una
constante del hombre. El poeta se entrega a los más bajos
vicios, superando un oscuro romanticismo para perderse en la
infinitud de la modernidad. Prefieren el verso libre, la fealdad
estética en la que ellos encuentran la belleza y la perfección
formal. El artista se inmola como víctima de un destino que no
eligió, asumen su designio divino de un Dios todopoderoso que les
condena para después reírse de ello.
Le comentó, sin
autocompasión y sin desprecio,
secamente, con voz
entrecortada:
«Al final pienso que no sé nada.
No tengo nada
que decir, nada».
Si después de tan alto ejemplo, de tan clara
sentencia,
aún sigo escribiendo, arañando palabras en el
humo,
no es, que la muerte me libre,
por bastardo interés o
absurda vanidad,
sino tan sólo por una simple razón,
porque
no conozco otro medio, a excepción del suicidio,
-innecesario es
un poema como un cadáver-
para dar testimonio de nada a
nadie,
del mundo que contemplo, de esta vida,
de su horror
gastado y cotidiano.
De joven, Leopoldo se
siente fascinado por la izquierda radical. Su militancia
antifranquista constituirá el primero de sus grandes desastres y le
valdrá su primera estancia en prisión. Su formación es
humanista, estudia
Filosofía y Letras en Madrid y Filología Francesa en Barcelona. De
aquellos años datan también sus primeras experiencias con las
drogas: desde el alcohol hasta la heroína, a la que dedicaría una
impresionante colección de poemas.En
los años 70 es ingresado por primera vez en un psiquiátrico. Las
repetidas reclusiones no le impiden desarrollar una copiosa
producción no sólo como poeta, sino también como traductor,
ensayista e incluso narrador. A finales de la década de los 80,
cuando por fin su obra alcanza el aplauso de la crítica entendida,
se decide a ingresarse permanentemente en el psiquiátrico de
Mondragón. Casi diez años después se establece, por propia
voluntad, en la Unidad Psiquiátrica de Las Palmas de Gran Canaria,
donde todavía vive.
Su poesía
es sincera y autobiográfica: “Como en la novela de Georges
Bataille “Ma mere”, hay en mi vida una
translocación de los valores. El padre es alcohólico, bestial,
fascista y putañero: pero cuando se muere, aparece la madre que hace
daño en silencio” para más tarde añadir que “sobre su
tumba - que no existe, pues quiso que la incineraran – si existiera
pongan: «Aquí yace la asesina de su hijo»” Su
estilo, descarnado y profundo. Para el no hay tabús, su
lenguaje explora todos los niveles de la vida.
Panero ha
muerto tres veces y ha vuelto a la vida otras tantas. Su
escritura está marcada por esa frivolidad adolescente
que mezcla la tinta con sangre. Presenta la muerte
atractiva y revitalizadora, pero no para él.
Se
diría que has muerto y eres alguien por fin.
El
poeta renace de la angustia y del placer sexual, siendo
constante para él el sentimiento autodestructivo y el
dolor. Este tipo de sentimientos le ayudan a enaltecerse,
en busca de un alejamiento y una fuga continua.
Años
y años, voluntarios exilios de seres y países,
los hijos que no
quise tener, los que tú sí tuviste,
el temblor del deseo que aún
guardas en tu piel,
mi repetido navegar de cama en cama,
se
reúnen y afirman su destino
frente a la ceremonia del amanecer.
Y
todo lo sabemos y está escrito en tus ojos,
sin embargo hoy, este
día con sol, -tan raro en Bogotá-
de finales de julio, de algún
año cualquiera,
te propongo mi amor, sé que tú aceptarás,
con
palabras usadas, te propongo mentirnos.
Pasada ya la noche,
quietos frente al espejo,
mientras yo me afeito y tú pintas tus
labios,
te propongo mi amor, decir que nos queremos.
Decir -y
son tan sólo ejemplos- «hoy existe la vida por nosotros»
o «tú
no te morirás nunca»
o, tal vez, «aún hay noches y noches que
esperan
nuestros brazos, ese especial calor de dormir
abrazados».
Olvidando, tratando de olvidar nuestro
pasado,
ignorando el futuro, sin duda inalcanzable,
con
palabras gastadas, decir y repetir
-es otro ejemplo- «gracias mi
amor por haber existido».
Al menos por un rato -a nadie
molestamos-
con palabras usadas mentirnos y mentirnos,
mentirnos
contra el tiempo, despreciar su victoria.
Sus poemas invitan
al nihilismo del que agradecemos su incoherencia interna. Sus
primeras obras contradicen sus últimos versos, en las que eleva
el tono hasta la moralidad bíblica y metafísica,
emparentandolo con la poesía arraigada de su padre. La locura
le salva y acribilla. Es
un terrible mal pero, al mismo tiempo, la mayor libertad que puede
poseerle.
Produce
cierta melancolía,
una tristeza decadente -literaria sin
duda-
como algunas canciones de entreguerras
o páginas
perdidas de Drieu La Rochelle,
ver a un hombre solo, apartado y
distante,
en la barra de un bar con decorado internacional.
En
esa imprecisa edad, tan imprecisa como la luz del ambiente,
en que
ya no es joven ni viejo todavía
pero lleva en sus ojos marcada su
derrota
cuando con estudiado gesto enciende un cigarrillo.
Las
muchas canas y las muchas camas,
un indudable estómago que la
camisa inglesa apenas disimula,
el temblor, no demasiado visible,
de su mano en un vaso,
son parte del naufragio, resaca de la
vida.
Un hombre que espera ¿quién sabe qué?
y aspirando el
humo, mira con declarada indiferencia
las botellas enfrente, los
rostros que un espejo refleja,
todo con la especial irrealidad de
una fotografía.
y es aún, algo más triste, un hondo suspiro
reprimido,
ver al fondo del vaso -caleidoscopio mágico-
que
ese hombre eres tú irremediablemente.
No queda entonces sino una
sonrisa: escéptica y lejana,
-aprendida muy pronto y útil años
después-
de un largo trago acabar la bebida,
pagar la cuenta
mientras pides un taxi
y decirte adiós con palabras banales.
La
locura se equipara al acto poético. Escribir es enloquecer, pues
toda escritura está condenada al silencio.
Y
te reíste de mí, como mi madre
al ver que yo había nacido de
ella. Tan inmenso
era el frío en las ciudades
que algunos
sabían que no era locura
ni es, creer que caerán sobre mí…Será
mi alma
buen alimento para perros?”
Y contestaste: “no
esperes que
ella sirva para otra cosa: fue creada
y pensada lo
mismo que tu cuerpo y tus huesos para la nutrición
de los perros - lo mismo que tu palabra.
Su
demencia real o su realidad demencial le corroe y sirve de fetiche
para conceptualizar el culto debido a su propio destino. Destino que
insistió en perfilar y dirigir y que le ofreció la oportunidad de
asumir la locura como una marginación eterna.
Narciso
era mi nombre, y he muerto.
Era un adolescente hermoso, y he
muerto.
Y aquí no hay mujeres, sólo vino,
eternidad y
alcohol, para que la vida sufra
y el ángel solloze en su caída.
Leopoldo
María Panero invitó al fanatismo y supo inscribirse muy pronto en
un plano mítico y legendario.
Tú
seguirás, eternamente sola y desolada,
girando entre las ruinas,
evocando otras voces,
sonriendo a fantasmas con tímida
esperanza,
en helados balcones abrazada a tus brazos.
Verás
borrar la noche, su temblor inconstante
y otra luz, turbia luz,
iluminar tu reino.
Su terquedad cruel descubrirá las ruinas
y
la verdad del tiempo detrás de tus pupilas.
Pero tú seguirás
sin detenerte nunca,
fantasma ya tú misma en el gris de la
sombra,
altiva la cabeza sobre el cuello intocable,
girando
para siempre, bailando para siempre,
frente a la sucia realidad de
la muerte,
frente a la torpe mezquindad de los hechos.
Tú
seguirás, extraño ser, extraño amor,
danzando sola, escuchando
impasible
ese vals de derrota, extraña magia,
ese vals de
derrota, tu más cierta victoria.
Y
mi poema favorito...
Olor
de solitario y soledad, cama deshecha,
cegados ceniceros en esta
tarde de domingo,
helado soplo de noviembre en el cristal
y un
vaso medio lleno de cansancio.
Te escribo por hacer algo más
inútil aún
que pensar en silencio o imaginar tu voz,
o
escuchar una música herida de recuerdos,
o pedir al teléfono un
absurdo milagro.
«Este es el corrido del caballo blanco
que en
un día domingo feliz arrancara.»
Este es el corrido pero nadie
canta
y un muerto con mi nombre, vestido con mis trajes,
me
saluda y observa por los cuartos vacíos,
me mira en la distancia
como si fuera un niño
y acaricia en sus dedos un rastro de
ternura.
Sobre su frente inmóvil va cayendo tu nombre
y
humedece sus labios una lluvia perdida.
Olor de soledad y humo de
aniversario
mientras busco, dolorosamente trato de recordar,
tus
dos ojos insomnes con su vaho de mendigo,
devorando su luz,
ahogando su locura.
Tus dos ojos como picos de presa que se
clavan
y rasgan y desgarran la piel de nuestro amor.
Soplo de
embriagado recuerdo, agria melancolía
rescoldo que tu lengua aún
enciende
en estas horas de strip-tease solitario
en que celebro
en tu derrota todas las derrotas.
Un año después y tu pelo, tu
largo pelo
ardiendo desbocado entre mis manos,
clavado para
siempre en esta almohada,
recorriendo esta casa, sus rincones y
puertas,
como un viento insaciable que buscase su fin.
Un año
después de ya no verte,
definitivamente talando en tu
memoria,
qué real sigues siendo, qué difícil herirte.
La
sosegada certidumbre de esta mesa en que escribo
puede tener la
pasión estremecida de tu piel
y la ropa que el sillón
desordena
puede ahora ocultar el temblor de tus pechos.
Sobre
tu sexo abierto y tus muslos de arena,
sobre tus manos ciegas que
persiguen la noche,
qué triste es el cuchillo, qué aciaga su
hoja.
Un muerto con mi nombre y mis uñas mordidas,
un cadáver
grotesco, me dicta estas palabras,
me señala en los cuadros, en
la pared manchada,
el destino de hoy, de este día cualquiera,
al
borde de mi vida, al borde del invierno,
al borde de otro año que
empieza con tu ausencia,
al borde de mis ojos y tu voz que ahora
escucho.
Un año después de ya no verte,
mientras te escribo,
odiando hasta la tinta,
en esta tarde de noviembre, olor de
solitario y soledad,
helado soplo en el cristal vacío. Un
muerto.
Pepita
Pérez.
Pues
eso, un muerto (en femenino).
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