Han
pasado tres meses. Tres meses, cuatro semanas y dos días desde la
primera vez que se vieron. Tres meses viéndose día sí y día
también, tres meses disfrutando de su compañía en esa apartada
mesa.
-
¿Me estás escuchando? - pregunta la chica. Javier lleva ausente
toda la mañana, o al menos desde que ella puso el primer pie dentro
de la cafetería -. ¿Javier?
Asiente
con la cabeza bruscamente y mira por el gran ventanal.
-
¿Sabes que el otro día...? - comenta ella con voz sedante. Su voz
es un bálsamo. Han pasado tres meses y su voz sigue calmando sus
penas, aliviando el recuerdo de sus pesadillas y redimiendo sus
torturas nocturnas.
Javier
nunca sabrá – ni en ese momento ni
nunca – lo que pasó el otro día. Encuentra demasiado
fascinante contemplarla. Sus lunares, el brillo de sus ojos, sus
estrambóticos gestos y esa mancha de café junto al labio. Por un
momento – sólo un segundo, no se permite más –
la idea de limpiarsela con sus propios labios cruza por su mente,
pero sabe – porque lo sabe – que sería un
error, un error en toda regla, un error que jamás se permitiría.
-
Bueno - suspira la chica poniéndose en pie y cogiendo su bolso -. Me
tengo que ir.
Javier
frunce el ceño mientra fija su vista en su reloj de pulsera, no ha
pasado si quiera media hora desde que llegó y ya decide irse.
-
¿No vas a preguntarme a donde voy?
Javier
se limita a coger un azucarillo y dejarlo caer sobre su café. De
pronto está terriblemente malhumorado. No sabe por qué - o sí
lo sabe y se niega a aceptarlo - .
-
No – murmura él. Quiere desaparecer, o que desaparezca ella. Que
se vaya y que le deje solo. Necesita pensar.
Ella
vuelve a suspirar y se afianza mejor el bolso al hombro. Da media
vuelta sobre sus talones y cuando Javier está convencido de que
saldrá por la puerta, se queda parada.
-
He quedado - susurra -. Con un chico.
Algo
dentro de Javier se rompe. Tiene una cita con un chico. Un hombre. Le
ha sustituido, a él. A él, que no tiene nada que dar, nada que
ofrecer.
-
¿Es una cita? - Pregunta con voz ronca, más ronca de lo normal.
Necesita saberlo, lo necesita para poder continuar.
-
Si - murmura sin volverse.
Y
el no atina más que a coger su abrigo a toda prisa y a salir como
alma que lleva el diablo de la cafetería. No quiere escuchar, no
quiere hablar, ni siquiera quiere pensar. Mientras mete el brazo
furiosamente por la manga de su abrigo negro se pregunta por qué.
¿Por qué ella ha tenido que hacerlo? ¿No podía reservarse sólo
para él?
-
¡Javier! - Escucha, pero ni si quiera se vuelve, sabe que es ella -.
¡Javier! - Vuelve a oír su voz mientras.
De
pronto siente su tibia mano agarrándole. No sabe en qué momento ha
llegado junto a él, pero la mano de la chica está caliente en
comparación con la suya propia, y un escalofrío le recorre la
espina dorsal. Es una carga electrizante, lo más inocente y al mismo
tiempo más enardecedor que ha sentido jamás.
-
Javier. - susurra ella a su espalda.
Y
el lentamente se gira.
Y
es un segundo, un segundo lo que tiene Javier para pensar y
cavilar, porque sus propios labios están siendo cubiertos por
los de la chica. Le está besando. Ella, que se acercó a él sin
importar el precio a pagar, aguantando su mal humor, sus silencios
obligados. Matilde le está besando como si la vida dependiese de
ello.
-
No llegues tarde mañana – susurra ella cuando se separan. Le
sonríe.
Y
el no tiene ninguna intención de llegar tarde mañana, ni al otro,
ni al otro, ni al otro...
Pepita
Pérez.
A
secas.