Y
ahí estaba él. Triste, desolado. Por ella, aunque no quisiera.
Les
había visto a lo lejos en el parque. Al imbécil de Pedro y a
Matilde. Era agobiante la maldita sensación que le oprimía el pecho
cada vez que la veía.
Ahora
se encontraba en su habitación, con humo en los pulmones y el cuerpo
totalmente insensible. Jimi Hendrix tocaba Little wing para él en el
viejo tocadiscos.
Un
repiqueteo en la puerta le alertó, saliendo corriendo por el
pasillo.
¿Qué
hacía ella aquí?
-
Matilde, - estaba completamente desconcertado - ¿Qué puedo hacer
por ti?
-
Em, ah, hola. Yo... - dudó. Respiró hondo y soltando una bocanada
de aire, contestó. - ¿Podemos hablar?
Javier
la escudriñó con la mirada. ¿A caso el mundo se había vuelto loco
y a él no le habían avisado?
-
Adelante – dijo entonces, dejándole la puerta abierta para pasar.
Volvieron
a paso lento al cuarto, donde Javier se tiró en la cama, y Matilde,
dudosa, se sentó a sus pies.
-
¿Has estado fumando? Huele...
-
¿Qué más te da? - respondió a la defensiva. - Espero que no vayas
a decirme qué puedo hacer y qué no en mi propia habitación.
Vale,
sabía perfectamente que acababa de ser un capullo, pero necesitaba
expresar de alguna manera su irritación. No entendía el
comportamiento de la chica, la veía actuar algunas veces de una
manera para acto seguido hacerlo de manera completamente opuesta. Se
iba a volver loco...
-
Perdón. Yo... - volvió a dudar temerosa -. He estado pensando en
algo últimamente, y necesito comprobarlo.
¿Era
su voz así de dulce siempre? De nuevo, y siempre que estaba tan
cerca de ella, veía sus labios como si fueran el último sorbo de
agua en un desierto por el que había vagado demasiado tiempo.
-
Quiero probar una cosa, ¿vale? - susurró en un tono casi inaudible.
Javier
vio como sus delicadas manos se hundían en el viejo colchón, como
adelantaba la postura, como se humedecía los labios y abría la boca
Javier
tragó saliva. Un glup sonoro descendió como una piedra por
su garganta. Y se le aceleró el corazón, como si en cualquier
momento fuera a salirse del pecho.
Acercó
la cara a la suya y respiró sobre su boca.
-
Matilde... - se atrevió a decir medio tartamudeando.
-
Shh – le instó ella.
Y
luego, porfin, descansó los labios sobre los suyos. Se pedían con
la salvia, la lengua y los dientes.
Al
beso se sumaron pronto las caricias sobre la piel y las manos
enredadas en el pelo. Aquel beso que había empezado de forma
inocente parecía que se volvía cada vez más ferviente, que pedía
más y más de ambos.
Javier
no tenía muy claro por qué ella le estaba besando, ni qué era lo
que tenía que comprobar. Pero, y de eso estaba seguro, no quería
dejar de besarla. Quería tenerla entre sus brazos para siempre.
Quería desnudarla y probar cada centímetro de su piel, explorar con
sus manos esos rincones escondidos. Quería hacerle el amor a cada
resquicio de su ser. Y eso le asustaba.
-
¿Lo sientes? - Le preguntó ella con la voz entre cortada.
El
asintió con la cabeza. Ninguno de los dos sabía exactamente de qué
estaban hablando, pero en el centro del pecho palpitaba algo que les
pedía que no pararan, que les decía cuan vanas habían sido sus
vidas hasta el momento y que ahí – y únicamente ahí – era el
sitio donde tenían que haber estado siempre.
-
Cuando Pedro me besa – le dijo rozándole nariz con nariz – no
siento esto.
-
Bien – contestó Javier, juntando de nuevo sus labios, sólo
queriendo constatar lo que él le hacía sentir y Pedro no.
-
Estoy hecha un lío.
-
Créeme que yo también – le contestó Javier con una media
sonrisa, colocándole un mechón detrás de la oreja.
Matilde
contestó con una tímida sonrisa, pero no dijo nada. Se moría de
vergüenza.
-
Mira – empezó el chico -, no tenemos que decirnos nada, sólo
vamos a ver donde nos lleva esto, ¿vale?
Se
quedaron ahí, en los brazos del otro, con el corazón dando tumbos
en el pecho, las sonrisas cómplices y las manos temblorosas.
Compartiendo sueños, verdades y besos infinitos.
Más
tarde ella se despediría antes de que nadie irrumpiera en la
habitación. Abandonaría un beso en los labios de él, dejando su
sabor para el resto de la noche. Lo suficiente para que él no
pudiera dejar de pensar en ella, lo suficiente para que ella lo
notara y pudiera creerse que de verdad aquello había pasado.
Y
si el primer beso que compartieron les había cambiado la vida para
siempre, ese último se lo había demostrado a los dos.
Por
que a partir de ese momento - y aunque ello no lo supieran hasta más
tarde, en un futuro quizá no muy lejano - lo que compartieron
prendería una chispa que a su vez iniciaría una lumbre que ardería,
los quemaría poco a poco, cada vez más y más, que estallaría como
fuegos artificiales en el cielo oscuro, hasta llevárselo todo
consigo, hasta no dejar más que un rastro de cenizas a su paso.
Porque
sí, se iban a enamorar de esa forma, de esa que duele, de esa que
hiere, de esa que mata.
Amor,
simplemente.
Pepita
Pérez.
Esta noche me siento más Javier que nunca. Mañana
no quiero zapatos, ni bolsos, ni libros. Llevo soñando toda la
semana con rosas rojas y una pintada escrita con letra redonda.
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