domingo, 22 de diciembre de 2013

Sueños.

Y ahí estaba él. Triste, desolado. Por ella, aunque no quisiera.
Les había visto a lo lejos en el parque. Al imbécil de Pedro y a Matilde. Era agobiante la maldita sensación que le oprimía el pecho cada vez que la veía.
Ahora se encontraba en su habitación, con humo en los pulmones y el cuerpo totalmente insensible. Jimi Hendrix tocaba Little wing para él en el viejo tocadiscos.
Un repiqueteo en la puerta le alertó, saliendo corriendo por el pasillo.
¿Qué hacía ella aquí?
- Matilde, - estaba completamente desconcertado - ¿Qué puedo hacer por ti?
- Em, ah, hola. Yo... - dudó. Respiró hondo y soltando una bocanada de aire, contestó. - ¿Podemos hablar?
Javier la escudriñó con la mirada. ¿A caso el mundo se había vuelto loco y a él no le habían avisado?
- Adelante – dijo entonces, dejándole la puerta abierta para pasar.
Volvieron a paso lento al cuarto, donde Javier se tiró en la cama, y Matilde, dudosa, se sentó a sus pies.
- ¿Has estado fumando? Huele...
- ¿Qué más te da? - respondió a la defensiva. - Espero que no vayas a decirme qué puedo hacer y qué no en mi propia habitación.
Vale, sabía perfectamente que acababa de ser un capullo, pero necesitaba expresar de alguna manera su irritación. No entendía el comportamiento de la chica, la veía actuar algunas veces de una manera para acto seguido hacerlo de manera completamente opuesta. Se iba a volver loco...
- Perdón. Yo... - volvió a dudar temerosa -. He estado pensando en algo últimamente, y necesito comprobarlo.
¿Era su voz así de dulce siempre? De nuevo, y siempre que estaba tan cerca de ella, veía sus labios como si fueran el último sorbo de agua en un desierto por el que había vagado demasiado tiempo.
- Quiero probar una cosa, ¿vale? - susurró en un tono casi inaudible.
Javier vio como sus delicadas manos se hundían en el viejo colchón, como adelantaba la postura, como se humedecía los labios y abría la boca
Javier tragó saliva. Un glup sonoro descendió como una piedra por su garganta. Y se le aceleró el corazón, como si en cualquier momento fuera a salirse del pecho.
Acercó la cara a la suya y respiró sobre su boca.
- Matilde... - se atrevió a decir medio tartamudeando.
- Shh – le instó ella.
Y luego, porfin, descansó los labios sobre los suyos. Se pedían con la salvia, la lengua y los dientes.
Al beso se sumaron pronto las caricias sobre la piel y las manos enredadas en el pelo. Aquel beso que había empezado de forma inocente parecía que se volvía cada vez más ferviente, que pedía más y más de ambos.
Javier no tenía muy claro por qué ella le estaba besando, ni qué era lo que tenía que comprobar. Pero, y de eso estaba seguro, no quería dejar de besarla. Quería tenerla entre sus brazos para siempre. Quería desnudarla y probar cada centímetro de su piel, explorar con sus manos esos rincones escondidos. Quería hacerle el amor a cada resquicio de su ser. Y eso le asustaba.
- ¿Lo sientes? - Le preguntó ella con la voz entre cortada.
El asintió con la cabeza. Ninguno de los dos sabía exactamente de qué estaban hablando, pero en el centro del pecho palpitaba algo que les pedía que no pararan, que les decía cuan vanas habían sido sus vidas hasta el momento y que ahí – y únicamente ahí – era el sitio donde tenían que haber estado siempre.
- Cuando Pedro me besa – le dijo rozándole nariz con nariz – no siento esto.
- Bien – contestó Javier, juntando de nuevo sus labios, sólo queriendo constatar lo que él le hacía sentir y Pedro no.
- Estoy hecha un lío.
- Créeme que yo también – le contestó Javier con una media sonrisa, colocándole un mechón detrás de la oreja.
Matilde contestó con una tímida sonrisa, pero no dijo nada. Se moría de vergüenza.
- Mira – empezó el chico -, no tenemos que decirnos nada, sólo vamos a ver donde nos lleva esto, ¿vale?
Se quedaron ahí, en los brazos del otro, con el corazón dando tumbos en el pecho, las sonrisas cómplices y las manos temblorosas. Compartiendo sueños, verdades y besos infinitos.
Más tarde ella se despediría antes de que nadie irrumpiera en la habitación. Abandonaría un beso en los labios de él, dejando su sabor para el resto de la noche. Lo suficiente para que él no pudiera dejar de pensar en ella, lo suficiente para que ella lo notara y pudiera creerse que de verdad aquello había pasado.
Y si el primer beso que compartieron les había cambiado la vida para siempre, ese último se lo había demostrado a los dos.
Por que a partir de ese momento - y aunque ello no lo supieran hasta más tarde, en un futuro quizá no muy lejano - lo que compartieron prendería una chispa que a su vez iniciaría una lumbre que ardería, los quemaría poco a poco, cada vez más y más, que estallaría como fuegos artificiales en el cielo oscuro, hasta llevárselo todo consigo, hasta no dejar más que un rastro de cenizas a su paso.
Porque sí, se iban a enamorar de esa forma, de esa que duele, de esa que hiere, de esa que mata.
Amor, simplemente.

Pepita Pérez.


Esta noche me siento más Javier que nunca. Mañana no quiero zapatos, ni bolsos, ni libros. Llevo soñando toda la semana con rosas rojas y una pintada escrita con letra redonda. 

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