martes, 7 de enero de 2014

Yo (no) opino, tú decides.

Es un ensayo un tanto abstracto que he escrito para clase, a lo mejor os interesa.

Siempre que comienzo este tipo de ensayos temo terminar escribiendo sobre otras cosas. El texto propuesto para la reflexión es ¿Pueden unos ciudadanos poco atentos a la política controlar a sus representantes electos?, de R. Douglas Arnold, y la verdad es que no se muy bien como abordar el tema.
Hará un par de días veía en la televisión como una preciosa reportera a la que pagan ingentes cantidades dinero por hacer el papel de tonta - tontísima - recorría las calles de Madrid alcachofa en mano preguntando a los ciudadanos por la definición del nuevo término aceptado por la Real Academia Española: escrache. Las entrevistas se repitieron siguiendo el mismo guión, y solo uno de los siete entrevistados supo contestar de manera acertada.
Este ejemplo no es más que una pequeña muestra de la triste realidad de la sociedad española. Los ciudadanos no solo carecen de interés por el desarrollo de la política nacional – de la internacional ya ni hablamos - sino que los medios de comunicación dificultan enormemente tal empresa. En cualquier caso, ambas presunciones resultan insignificantes: es indiferente que los medios de comunicación controlen la información de la que dispone el cuerpo ciudadano porque el peso de este a la hora de tomar decisiones es, tristemente, nulo. No pretendo con esta afirmación omitir el grave atentado que supone contra la democracia la ausencia de pluralidad informativa, sino destacar una realidad que a menudo olvidamos.
Hace ya muchos años que las instituciones se encuentran secuestradas: el estado democrático es cada vez menos capaz de hacer de cortafuegos de la onmipresencia del mercado. La soberanía del pueblo no es más que una ficción. Quien gobierna el país no son los poderes que eligen y controlan los ciudadanos, y los poderes que han sido elegidos por los ciudadanos responden a intereses privados de pequeños grupos minoritarios. La esfera pública tiende a parecerse a un mercado político en el que compiten sin freno los intereses particulares, haciendo que la política se reduzca a gestionar la confrontación y la fragmentación de los intereses – casi siempre económicos - individuales.
Me llama enormemente la atención como en este nuevo cuadro de vida, donde la técnica ha invadido todo el planeta y se extiende a todos los dominios de la vida y el ser vivo es capaz de modificar tanto la información que procesa como la que difunde en la instanteneidad de las redes electrónicas, el ser humano carezca de las ganas y la fuerza de participar en la construcción de las directrices que rijan la vida en comunidad.
La opulencia informativa, la aparición de medios masivos de comunicación y de órganos de difusión vinculados a las nuevas tecnologías saturan el espacio comunicativo. Mi opción personal descarta como variable explicativa la realidad estructural, pues ahora más que nunca los ciudadanos disponen de más instrumentos – y más información - para controlar a los representantes.
Reconozco que me encantaría desviar el tema central del ensayo hacia una pregunta sobre el individuo y su soledad, su falta de referentes y la situación de perdición en la que se encuentra. Citar a Nietzsche, a los existencialistas franceses y alemanes y ahondar en esa curiosa y contradictoria realidad que es la posmodernidad. Pero es una respuesta de corte filosófico y supongo que se desviaría de los contenidos de la asignatura.
Lo que no puedo negar es que con el capitalismo desaparece la preeminencia de lo político, característica de la vieja modernidad. La posmodernidad ha implicado el triunfo de lo económico: el dinero se ha convertido en el esquema organizador de todas las actividades, el modelo general de actuar y de la vida en sociedad. Se ha apoderado del imaginario, de los modos de pensar, de los fines de la existencia, de la relación con la cultura, con la política y con la educación. No podemos sino preguntarnos dónde envía hoy la clase burguesa a sus hijos para saber que entre sus preferencias destacan las escuelas de comercio y de finanzas, y no las letras, la historia ni mucho menos las ciencias puras.
La cultura de los negocios ha conquistado su título de nobleza. Triunfar es ganar en el mundo de la competencia y ganar dinero. Todo en la actualidad se piensa en términos de rentabilidad, de maximización de los intereses, de cálculo individualista de los costes y los beneficios. Ni si quiera los artistas, que para mi concepción romántica encarnan de ese modo bohemio la más pura oposición entre entre el talento y todo sistema establecido, dudan en incluir sus competencias en las grandes estructuras económicas vigentes. La fortuna se exhibe sin reparos, el lujo está de moda – sean cual sean los métodos utilizados para conseguirlos -.
No obstante, queda en mí algo de idealismo - siempre he pensado que dos más dos son cinco -. En esa situación de instituciones secuestradas por esa voluntad agónica de dinero y de enriquecimiento personal, esa ficción soberana entregada a poderes no democráticos, existe una mínima posibilidad de retomar por parte de los ciudadanos la solución de los conflictos comunes.
La aparición de nuevos grupos de protesta ha puesto a todos los grupos privados a la defensiva. El tan citado y estudiado 15 – M, que promueve una democracia participativa alejada del eterno bipartidismo PP-PSOE y del dominio de bancos y corporaciones se alza como estandarte y una solución al problema que plantea Arnold. Quizá sea utópico, pero la existencia de un grupo mayoritario que levantan las manos al aire mientras reclaman más poder para el pueblo evidencia el deseo de controlar a los gobernantes. Gobernantes que, sin pasar jamás por las elecciones y renovando su poder sistemáticamente día tras días por mecanismos no democráticos, acumulan muchísimo en muy pocas manos.
La política se identifica hoy en día con esa economía rancia y putrefacta de la oligarquía española, que jamás ha sido capaz de hacer negocios sin el apoyo del estado – sin los monopolios regalados, sin el control de la fuerza de trabajo mediante la represión y sin el uso de las infraestructuras públicas - . La representación se dibuja entonces como mito y leyenda de una ciencia política que perdió en la praxis la parte teórica. Lejos quedan ya los escritos de H. Pitkin (El concepto de la representación, 1967) y B. Manin (Los principios del gobierno representativo, 1997), en los que se explota la difícil relación entre representación y democracia.
La representación necesita ser repensada y adaptada a los nuevos tiempos: primero, es preciso capacitar al gobierno para controlar a los gobernados, y en segundo lugar, obligarlo a que se controle a sí mismo. Un gobierno que cede a las demandas se convierte en un gobierno altamente irrresponsable.
La meta de la reforma del Estado es siempre la misma: diseñar instituciones que puedan empoderar a los gobiernos para hacer lo que deben al tiempo que evitar que hagan lo que no deban hacer. En tanto ciudadanos, queremos que los gobiernos gobiernen en beneficio del interés del público: para representar los intereses de la sociedad, no los suyos propios, ni los de alguna minoría a la que pueden estar vinculados o comprometidos.
La modernización está llena de riesgos, incertidumbre e inseguridad, pero seguro que la podemos superar y controlar. La andadura de la racionalidad y la pura matemática traerá poco a poco la prosperidad económica, el retroceso de los prejuicios, el progreso de la moralidad, la justicia y el bienestar de todos. Debemos volver a confiar en la política y en el ser humano, infinito y único demiurgo.
Puede que se trate de falta de pasión y de lucha, valores que no estén implícitos en la sociedad actual. Estamos acostumbrados a que nos den todo hecho: solemos maldecir, por ejemplo, la democracia que nos dieron los mayores, pero nos asusta tener que mantenerla y avivarla. De eso no queremos ni oír hablar, porque nos causa angustia, aparte de que es comprometerse y ese eterno bla bla bla. Si haces la lucha con pasión, los agobios no desaparecerán, pero los derribarás con gusto. Quizá esté siendo un tanto poética e hiperbólica, pero lo siento así. La lucha ha de ser algo como un juego, sólo así se evita la depresión que nos impone la posmodernidad.

Pepita Pérez



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