Este
fin de semana he reunido fuerzas y por fin he visto El sol del
Membrillo. No he podido evitar acordarme del chico de la camiseta de
rayas – el de los dos, el de Visconti y el mío particular- : y es
que el argumento de Muerte en Venecia es una pequeña parte el de El
sol del membrillo. Al igual que von Aschenbach buscaba
desesperado la etérea e inalcanzable belleza de Tadzio, Antonio
López persigue la perfección en sus membrillos. Pero es otoño y
llueve, y las sesiones de pintura se ven a menudo interrumpidas.
Surge entonces la moraleja más extraña que he encontrado nunca,
reconfortante y dolorosa a partes iguales: no terminar el cuadro no
es el inequívoco reflejo del fracaso, sino una victoria distinta. Ya
basta de intentar cerrar absurdas etapas de manera brusca y
artificial, con mucha escuadra y poco cartabón. La culminación del
cuadro impediría al autor seguir profundizando en sus luces y en sus
sombras, seguir disfrutando de esas extrañas conversaciones y
explorando todos los matices que nos llevan a conocernos a uno mismo.
Ahora solo solo falta aplicarse el cuento. Que ilusa princesa, tú
mejor que nadie sabes el poco valor que tienen tus palabras.
Tristísimo
final: ya no hay membrillos.
Enhorabuena,
señor Erice.
Pepita
Pérez
Días
tontos, o tontísimos. Y tristes también.
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